Disecados

Aguantaban aún varios pájaros en los árboles, silenciados por megafonías ferroviarias.

¿Cuánto podía faltar? ¿Cinco, cuatro minutos? En breve, uno de los trenes procedentes de la estación de Euston partiría en dirección a alguna zona norte de Inglaterra. Mientras, los revisores rompían en voces, aclamando a los pasajeros; y sus desagradables alaridos creaban el funeral perfecto junto con los motores de aquellas viejas y corrompidas máquinas.

Aún había niños danzando por los carriles, sin saber que uno de sus diminutos pies podría quedarse cómodamente incrustado entre los cobrizos hierros.

Las niñas salen corriendo, espantadas al ver cómo los chiquillos patean una caja cuadrada de polietileno.


Tres minutos.


Todo se aceleró y en la estación la gente se agolpaba. “¡Eh, niños!” son las voces que exclamaban algunos. Muchachillas tiraron de las prendas de sus madres, como en esas películas americanas. Y apuntaban a sus hermanos, en viva rebeldía, sobre los carriles del tren.


Dos.


Las advertencias se transforman en bofetadas y los niños regresan como héroes de guerra a las faldas de sus madres. Los motores ensordecen y las reprimendas vuelan con el humo.


Un minuto.


Las puertas se cierran y con el clásico “¡pasajeros al tren!”, los vagones tragan el desvelado albedrío familiar.

- ¿Dónde está Diana, Álex?- es una madre divertida y volátil, de las que juegan con los niños y ponen nombres a sus peluches.


El tren arranca sin conocer lo que ocurre en uno de los andenes: cómo una madre revuelve maletas y cojines buscando a Diana.

Mientras, el cristal, tranvía entre dos mundos, preso de los broncíneos marcos, escarcha el exterior. Dentro, un joven choca continuamente contra el vidrio, como polilla arrestada; y sus recién nacidos ojos recuerdan los carriles del tren.


Ni los pájaros oyeron el “crack” de unos huesos de niña al romperse, o de una triste maquinaria arrancando el quejido de una mariposa, semi-encerrada ahora, en su caja de polietileno.